miércoles, 31 de marzo de 2010

Augusto Frin, el "yuyero" de Villa Domínico. por Juan Gimeno

AUGUSTO FRIN, UN PIONERO DE VILLA DOMÍNICO

Juan Gimeno
INTRODUCCIÓN
¿Por qué una biografía de Augusto Frin?
Esta pregunta no tendría sentido si sólo se resaltaran los aspectos de su vida que fueron comunes con millones de argentinos. Aparecería naciendo a fines del siglo XIX, hijo de inmigrantes europeos, en una provincia donde en pocas décadas los “gringos” superarían en número a los nativos.
Durante la presidencia de Julio Argentino Roca (1880-1886), la clase dirigente, luego recordada como “la generación del 80”, terminaría de aceptar un esquema de país exportador de alimentos e importador de bienes de capital, que los poderosos de la tierra le habían asignado, para lo cual era necesario una política agresiva de inmigración.
Del otro lado del mar, sobre todo a partir de 1870, la política europea se caracterizó por la abundancia de conflictos, recelos y diferendos internacionales: las naciones se preparaban para la guerra, convencidas de que la seguridad nacional sólo podía mantenerse por medio de las armas.
Ese desequilibrio entre la promesa de un desarrollo permanente y la inminencia de un conflicto armado continental, es el que llenó los barcos que llegaban a América, el mismo que hizo nacer a Augusto aquí, como parte de la primera generación del nuevo país.
Después, con el siglo XX, Augusto llegó a la gran ciudad, acompañado de nuevas oleadas de inmigrantes, pero también con sus paisanos del interior, que vieron en la industrialización naciente y pujante de Buenos Aires (a la que Avellaneda quedaría unida por natural cercanía) posibilidades de crecimiento más rápido y seguro. Comprarían hasta el último lote de tierra urbanizada, trabajarían en fábricas y comercios recién abiertos, construirían sus casas y luego creerían en el sueño de un peronismo que les prometía la justicia social que nadie se había atrevido a ofrecer.
Ni siquiera la fortuna que Augusto consiguió en poco tiempo sería buen argumento para poner la mirada sobre su historia. La gran movilidad social del momento, con profundas diferencias a la hora de repartir el fruto del trabajo, sumado al alto valor agregado de las yerbas medicinales que producía su laboratorio, lo llevó casi obligadamente a integrar una burguesía que recién comenzaba a formarse.
Las verdaderas causas para escribir la biografía de Augusto Frin se deben buscar en sus particularidades. La más importante fue su extraña capacidad paranormal que le permitía ver lo que nadie podía ver, conocer hechos futuros antes de que ocurrieran, o aspectos del pasado sin recurrir a ninguna fuente de información. Simplemente aparecían en su mente, como aparecen los recuerdos o las ideas. También podía conocer detalles de los objetos que no eran visibles para el común de las personas, capacidad que direccionó hacia la realización de diagnósticos casi instantáneos, con la sola condición de conocer el nombre y apellido del enfermo.
Por esta capacidad fue admirado en todo el país, y delante de su casa se juntaban cientos de personas cada día para consultarlo. ¿Vidente? ¿Estafador? ¿Santo? ¿Megalómano? Los testimonios de quienes lo conocieron son suficientemente coincidentes y concordantes como para aceptar que esa capacidad era verdadera. Algunas experiencias llevadas adelante por un calificado hombre de ciencia que lo conoció llegaron a la misma conclusión, y serán presentadas en el texto.
Esta afirmación va a contramano del paradigma científico actual, que niega rotundamente este tipo de manifestaciones, y las explica como errores de observación, casualidades o engaños deliberados. A pesar de todo, siempre han existido personas como Augusto, y también hombres de ciencia valientes dispuestos a estudiarlos, aunque fueran ignorados por el resto de sus colegas. En la Argentina, los primeros esfuerzos en ese sentido se dieron con la fundación en 1946 de la Asociación Médica de Metapsíquica Argentina, integrada exclusivamente por médicos; y en 1953 la creación del Instituto Argentino de Parapsicología, cuyos miembros debían cumplir como primera condición ser estudiantes o graduados universitarios.
Lamentablemente, sobre todo a partir de 1983, se incrementó la cantidad de charlatanes y de institutos presididos por personas inescrupulosas, que simulan producir fenómenos similares a los que producía Augusto, para lucrar con la credulidad de los necesitados.
De la misma forma que nadie en su sano juicio destruye el dinero auténtico al enterarse que existe el falsificado, tampoco se debe cometer el error de considerar a Augusto un farsante nada más que porque se conocen farsantes. La verdadera actitud es la de desenmascarar a los simuladores y denunciarlos ante la justicia, y luego estudiar a los auténticos para poder comprender en dónde radica el origen de una capacidad tan escurridiza e inhabitual. Este talento, de por sí asombroso, era especialmente valorado en una época donde los métodos de diagnóstico se limitaban al uso del estetoscopio y a las radiografías de rayos X, sin contar que muchas veces los médicos debían abrir un abdomen sólo para estar seguros del tratamiento a seguir.
Otro de los motivos por los que se evoca a Augusto, es por la eficacia de las yerbas medicinales que preparaba y vendía, que prescribía como complemento de sus diagnósticos. Su saber sobre herboristería fue aprendido conviviendo durante toda su adolescencia con los aborígenes del Gran Chaco. En 1907, cuando comienza a comercializar sus yerbas, el estado de la farmacopea era muy distinto del actual. No se conocía la penicilina, que recién fue utilizada en seres humanos en 1940; tampoco ningún antibiótico, ya que el primero fue la tirotricina, aislada en ciertas bacterias del suelo por el bacteriólogo René Dubos en 1939; o la estreptomicina, descubierta en 1944, eficaz para combatir muchas enfermedades infecciosas, entre las que se incluía la tuberculosis. Ante tantas limitaciones, no es extraño que sus yerbas hayan tenido un rápido éxito comercial, ya que llegaban no para competir, sino para ocupar un lugar vacío en el tratamiento de las enfermedades.
Por último, se lo recuerda por su bondad y su desprendimiento a la hora de ayudar a los que menos tenían, y por su compromiso con instituciones de base, a las que fundó o con las que colaboró permanentemente. Fue un hombre que la fortuna no lo alejó de su barrio ni de sus vecinos. Destinaba una parte significativa de sus ingresos para obras de solidaridad, con la sencillez con que el hombre de campo tiende la mesa a cualquiera que golpee su puerta. Dio siempre a quien le pidió, sin necesidad de crear una Fundación para poder deducir las donaciones de sus impuestos.
A pesar de una vida tan activa, Augusto no dejó prácticamente documentos escritos. Es así que este trabajo está sobre todo basado en entrevistas a familiares y vecinos que lo conocieron. Los testimonios de quienes presenciaron sus videncias y curaciones están volcados en el capítulo Vida Cotidiana y Prodigios, algo más literario que el resto, pero que sólo incluye declaraciones rigurosamente certificadas.
Augusto Frin fue un personaje que fusionó actitudes y habilidades extraordinarias en una misma persona; por eso la gente de Villa Domínico lo sigue elogiando y recordando.

VIDA COTIDIANA Y PRODIGIOS
Le gustaba despertarse muy temprano, a eso de las 5, cuando el sol aún no asomaba, y aceptaba los primeros mates amargos cebados por Nélida, su esposa.
Dos veces por día los vecinos lo veían pasar desde su casa hasta Mitre 4083 donde atendía. Algunos aprovechaban para consultarlo sin tener que hacer largas colas. Así lo conoció Pola cuando tenía 6 años y estaba llorando en la puerta de su casa:
- ¿Por qué llorás m’hijita?
- Me duele mucho la muela.
- A ver, ¿cuál es? Decime bien cuál es.
Augusto tocó la muela con su dedo índice y el dolor cesó para siempre. Muchas personas solucionaban su dolor de muelas de esa forma, aunque él siempre los alertaba: “Doler no te va a doler más, pero andá al dentista porque no está curada”.
Delante de la puerta donde atendía llamaba la atención ver coches lujosos estacionados, con choferes de uniforme que salían a estirar un poco las piernas y abreviar la espera, conversando con los más humildes que llegaban en tranvía o en tren y debían permanecer a la intemperie; algunos pasaban toda la noche allí, prendiendo fogatas para calentarse, contando las historias que los habían llevado hasta ese lugar: “Vengo por mi hermana. Los médicos no se ponen de acuerdo sobre lo que tiene y estoy preocupado. ¿Cómo supe de don Augusto? Tengo 2 amigos, uno que creía porque ya lo había visitado, y el otro que decía que era un charlatán, que le sacaba la plata a la gente. Hicieron una apuesta y decidieron ponerlo a prueba. Cuando entraron le dieron el nombre y apellido de una tía que ya estaba muerta; pero el viejo se dio cuenta de todo. Se paró, señaló la puerta y les dijo: ‘¡váyanse, con los muertos no se juega!’.
Una vez que se atravesaba la puerta, el trámite era rápido. Una última antesala llena de cuchicheos y ansiedad, y finalmente la consulta tan esperada, que duraba pocos minutos. Una rutina que sólo cambiaba según cuál fuera el diagnóstico. Mercedes había llegado con su hijo de 4 años en brazos. Llorando le había contado lo que le diagnosticaban los médicos:
- Me dijeron que tenía ictericia y que me preparara porque se podía morir.
- No era necesario que lo trajeras, y son macanas que se vaya a morir. Hacé té con estos yuyos y dale medio litro por día que va a andar bien.
Marta, por su parte, creía penar por un embarazo que la tenía a mal traer, y había quedado sorprendida de la respuesta de Augusto: “¿Quién te dijo que estás de compras? Vos estás de compras en el negocio. Tomá seguido de este té que te va a hacer bien para la inflamación y para los nervios. Y dejate de pavadas, que no estás nada de compras”.
Los diagnósticos nunca fallaban; tarde o temprano se cumplían. Las yerbas bien tomadas siempre curaban y cada enfermo restablecido se encargaba de divulgarlo. A veces ni siquiera hacía falta comprar yerbas. Lola había llegado con un sarpullido en la cintura que le provocaba grandes dolores: “No te preocupés, es culebrilla”, le había dicho, y le había pintado la zona con tinta china, recitando en voz baja palabras que le hubiese gustado conocer, pero que por vergüenza no se había animado a preguntarle.
Héctor tampoco había tenido necesidad de comprar yerbas. En realidad había sido idea de Augusto que lo fuera a ver. Conversando en la esquina le había preguntado si no le molestaba una verruga que rozaba la manga de la camisa. Se la había curado quemándola con la punta de un palito, que parecía de yerba mate. Después le había puesto una curita, y a los 3 o 4 días se le había caído entera, y nunca más lo había vuelto a molestar.
Estos casos eran los que más le agradaban a Augusto: enfermedades simples que se curaban fácil. La gente se iba contenta, lo abrazaba y a veces hasta querían dejarle regalos. Lo peor eran los casos sin remedio. Un empleado suyo lo había consultado por un cuñado, y le había tenido que decir: “Puede tirar un tiempo pero no mucho más. ¿Para qué lo van a operar? Mejor déjenlo tranquilo”.
Así era de directo. “Al pan, pan; y al vino, vino”. Él decía siempre la verdad, sea quien fuera el enfermo. Como aquella vez que lo habían venido a consultar nada menos que por la señora del presidente. Ni siquiera Nélida estaba dispuesta a aceptarlo y le seguía llevando yerbas cuando la iba a visitar. “No sea zonza m’hijita -le decía- la Eva no tiene remedio”. En esos casos la gente se enojaba; algunos creían que era cuestión de plata, o le pedían que se fijara bien por si había algún error. Pero, ¿qué error iba a haber, si las cosas eran de una sola manera? Él no tenía la culpa.
Cuando se cansaba de tanto dolor se escapaba hasta el boliche que estaba en El Salvador y Mitre. Se tomaba algunas ginebras de más y se ponía más conversador. “Es mi único vicio”, se defendía ante quienes lo retaban. Lo mismo decía aquel psiquiatra amigo con el que tanto conversaba: “Es imposible soportar sano ese don que tiene. Saber qué tiene y qué piensa cada persona todo el tiempo no es para cualquiera”.
En el boliche se sentía a gusto con los vecinos. Sabían que venía a despejarse y no lo cargoseaban. Le gustaba hablar de coches de carrera o contar anécdotas de sus viajes por el interior. Como lo que le había ocurrido en un pueblo al que había llegado después de manejar todo el día. Estacionó en la comisaría y preguntó si le podían cuidar el auto hasta el día siguiente. “Esto no es una cochera”, le contestaron de mala manera; pero flor de sorpresa se habían llevado al descubrir que el auto tenía chapa presidencial, ¡nada menos que de Perón! No sólo lo custodiaron sino que a la mañana siguiente, al irlo a buscar, estaba lavado y lustrado. ¿Qué había pasado? Con el asunto de la guerra escaseaban los neumáticos; y Nélida, que tenía línea directa con la Casa Rosada, le había conseguido nada menos que uno de los coches oficiales para su viaje.
Pero en el estaño no siempre podía ser uno más entre los parroquianos. Veía cosas aunque no las quisiera ver, y a veces no las podía callar. Todos recordaban la tarde que llegó Julio. Estaban charlando y jugando a la baraja. Entró para despedirse de lo más contento; debía viajar con urgencia al Uruguay por un negocio. Pagó una vuelta para todos y se fue. Al rato Augusto dijo, sin que nadie se lo preguntara: “Éste se va pero no vuelve mas, porque se muere allá”. Algunos se rieron pensando en una improbable broma; los demás se quedaron callados y pensativos. Y desde ese momento compartieron el secreto por unas pocas semanas, hasta que llegó el telegrama increíble anunciando el fallecimiento.
Otras veces solía cruzar Belgrano, cuando todavía era empedrado y angosto, para visitar la carnicería de su amigo Luis. Había ayudado a su mujer, que tenía problemas “con la edad crítica”, y los médicos no podían solucionar. La había curado con sus yerbas, pero Luis no terminaba de creer lo de las videncias. Pensaba que Augusto era un buen hombre, pero que le gustaba macanear con esas cosas para hacerse famoso.
Hasta que un día cambió de opinión. Un amigo tenía la esposa muy enferma; llegó hasta la carnicería y le contó cuánto había sufrido desde chica con la muerte temprana de sus padres, varias operaciones y un primer matrimonio infeliz. Luis se enterneció y lo acompañó personalmente a ver a Augusto, para que no tuviera que hacer la cola durante varias horas. Los presentó, y cuando los dejaba solos, Augusto le pidió que se quedara. Enseguida le dijo que a la mujer no se la salvaba nadie, que no había nada que hacer. Pero como no le creía, y hasta se había puesto medio violento, para convencerlo que decía la verdad, le empezó a hablar del pasado de ella, y le contó las mismas historias que había escuchado un rato antes en la carnicería, y otras que nadie de los presentes conocía.
Pero al fin de cuentas Augusto estaba contento con su oficio porque también había gente agradecida. Como la mujer que había venido porque el cuerpo de su hijo adolescente hacía semanas que estaba lleno de eccemas, y los médicos se pasaban la pelota unos a otros. “A ver, decime bien el nombre completo”. Hizo callar con un gesto a la mujer, pensó un rato, y le dijo: “Tu pibe lo que tiene es una gran intoxicación con pescado. Se la agarró cuando fue a la costa a pescar; a los otros 2 no les pasó nada porque tenía que ser así. Que tome un litro de este té durante 10 días y se le pasa todo”. Ella había vuelto con su hijo para que lo viera curado, y le había dado un beso de agradecimiento que le había salvado el día. Ni un centavo le ofreció, sólo ese beso.
Otra cosa que lo ponía contento era cuando veía en un nombre una enfermedad mala, de esas que matan a la gente, y sin embargo sentía que la persona igual se iba a curar. “Si lo llevás al médico lo van a querer operar, pero que no lo operen porque lo van a arruinar. Tiene algo malo pero se va a curar. En 6 meses va a estar como nuevo”. Cuando volvían para decirle que había tenido razón, a veces de contento hasta traía un buen vino para brindar, y después se quedaba un rato solo, pensando por qué semejante enfermedad se había ido tan fácil como había llegado ¿La había curado él, o había sido el mismo enfermo que se había curado por la fe que le tenía? Ni el doctor Casazza se lo había podido contestar: “Si no lo sabe usted...” le había dicho una vez, mientras ponía cara de póker.
Eran amarguras y alegrías muy fuertes para aguantarse así nomás. Por eso esperaba los domingos como si fuera un obrero más del frigorífico. Tempranito llegaba el chofer con el Ford 47 y se iban a pasear. Y la alegría era doble cuando alguno de los nietos lo acompañaba. Se iban al puerto a ver los barcos, o hasta el Tigre a oler el río. A veces se animaba hasta Chascomús. Disfrutaba del viento y de la tierra que entraba por la ventanilla; y el olor a cuero de los asientos le recordaba sus tiempos de talabartero, cuando no tenía nada ni nadie lo conocía.
Volvía cansado como si hubiese hecho el recorrido a caballo, pero satisfecho. Todavía aprovechaba para contestar las últimas cartas que quedaban de la semana, y a veces cenaba con algún amigo pituco que lo venía a consultar sobre cómo invertir mejor su dinero o para saber si tal juicio valía la pena seguirlo.
Después derecho a la cama. Se acostaba boca arriba, con las manos cruzadas detrás de la nuca, y se quedaba un rato largo con los ojos bien abiertos, recordando cuando disfrutaba en el monte mirando los algarrobos recortándose contra el cielo. Y se repetía las mismas preguntas que le hacían durante el día. ¿Cómo podía mirar todo como si tuviera una máquina de rayos X adentro de la cabeza? ¿Dónde veía el futuro y el pasado de las personas? ¿Eran cosas de Dios o del Diablo? Se ponía serio y nunca les contestaba. No porque quisiera hacerse el difícil o el misterioso sino porque no lo sabía, si al fin de cuentas no había hecho más que la escuela primaria. A veces, cuando le insistían mucho, les contaba esa historia de la india para que se quedaran tranquilos, pero a él no le alcanzaba.
Cuando se le empezaban a cerrar los ojos, abrazaba la almohada y se dormía rozando con el dorso de la mano aquel crucifijo que sólo Nélida sabía que estaba allí. Él, que no creía en ángeles ni en duendes, que no iba nunca a la iglesia, que no era espiritista ni nunca lo habían podido convencer de hacerse masón, se aferraba a aquella costumbre aprendida de chico para poder dormir sin que lo asaltasen las pesadillas.

LA INFANCIA
Augusto Simón Frin nació en la ciudad de Paraná, Entre Ríos, el 15 de noviembre de 1884. Sus padres se llamaban Carlos Frin y Ana Lahargue. Habían llegado desde Francia unos años antes; con más precisión desde la región vasco-francesa, junto a los Pirineos, esa cadena montañosa situada a lo largo de la frontera franco-española, entre el mar Mediterráneo y el golfo de Vizcaya.
Revisando hoy la guía telefónica francesa, se pueden encontrar 327 apellidos Frin y 38 apellidos Lahargue. Algunas de esas personas serán primos lejanos de Ana y Carlos. Entre 1880 y 1930, alrededor de 40 millones de personas abandonaron Europa, huyendo de las guerras y del hambre, de los cuales Argentina recibió 4.800.000; y si bien la mayoría eran italianos y españoles, el tercer lugar lo ocupaban los franceses, que hacia fines del siglo XIX sumaban el 2,4 % de la población total de la Argentina. Un tercio se afincó en la Capital Federal, siguiendo en importancia la provincia de Buenos Aires, y luego el litoral, sobre todo las provincias de Santa Fe y Entre Ríos, gracias a una política de radicación de colonias impulsada por el Gobierno Nacional.
Pocos datos se tienen de la familia Frin en Paraná, una ciudad que entonces no superaba los 15.000 habitantes. Allí pasó su infancia Augusto, internándose a hacer travesuras en la cercana e imponente selva en galería, nadando y pescando a orillas del río que había dado nombre a la ciudad, que en lengua guaraní significa “padre de los ríos”; también yendo a la escuela, ayudando a su madre en un pequeño comercio de venta de tabaco para liar y aprendiendo el oficio de talabartero.
Del resto de la familia sólo se sabe que los Frin tuvieron al menos una hija más, llamada Elisa, que décadas más tarde viviría en el Gran Buenos Aires, en una propiedad cedida por su hermano. Los que recuerdan a Augusto dicen que era muy parco para hablar de sus primeros años. De vez en cuando alguna referencia sobre su madre, pero ni una sola palabra sobre su padre. Ese silencio escondía viejas disputas familiares que lo decidieron, en 1895, con sólo 11 años, a huir de su casa rumbo al Norte, hacia el Gran Chaco.

EL VIAJE INCREÍBLE
Cuando se cumplieron 3 años de la muerte de Augusto, el diario Noticias de Domínico publicó un artículo titulado “Don Augusto Simón Frin, pionero de Domínico”, en el que puede leerse: “A muy corta edad y llamado por su padrino, estanciero de la zona indígena del chaco santafesino, vivió toda su juventud con los indios, quienes adivinando su espíritu dotado de fuerzas superiores, le enseñaron todos los conocimientos fitotécnicos que luego empleara en hacer tanto bien y que hiciera trascender su nombre fuera de nuestras fronteras. Unido a estos conocimientos se desarrolla en él un fuerte poder parapsicológico, que utilizó como elemento de ayuda a todas las dolencias del ser humano, convirtiéndose en un permanente benefactor de todo aquel que lo necesitara” .
El viaje que inicia, en el comienzo de su pubertad, será sin duda el más importante de su vida. Pasará toda su juventud conviviendo con indígenas, y al radicarse en la ciudad de Santa Fe, después de cumplir los 20 años, ya habrán madurado en él los 2 talentos por los que será reconocido: su gran conocimiento sobre el poder curativo de yuyos y plantas autóctonas, y una rara pero comprobable capacidad paranormal conocida como videncia, o clarividencia, que utilizará sobre todo para realizar diagnósticos médicos precisos.
La región denominada Gran Chaco tiene una extensión de 500.000 Km2; su límite sur es el río Salado, incluyendo el norte de la provincia de Santa Fe y las provincias de Chaco y Formosa en su totalidad. Esta fue, hasta fines del siglo XIX, una zona de grandes bosques y altos pastizales, donde habitaban, orgullosos y libres, distintos grupos aborígenes. Abipones, mocovíes, tobas y pilagas, entre otros, vivían de la recolección, de la caza y de la pesca.
Recién después de finalizada la guerra contra el Paraguay, a partir de 1870, el estado argentino pudo ocupar militarmente ese territorio. La Conquista del Chaco culminó en 1884, con la campaña dirigida por el Ministro de Guerra y Marina del presidente Roca, el general Benjamín Victorica. Esta ofensiva, con las mismas características de avasallamiento de los derechos de los pueblos nativos ocurrida en la Patagonia, permitió la fundación de numerosas colonias, ocupadas casi en su totalidad por inmigrantes europeos.
Es difícil imaginar las motivaciones que levaron a un niño a internarse en aquel territorio lleno de peligros, sobre todo por su condición de hijo de europeos, en una geografía donde blancos y nativos seguían disputando cruelmente la tierra y los recursos naturales. Tampoco se sabe el itinerario ni los detalles del viaje, y ni siquiera se pudo confirmar la existencia de aquel padrino que lo mandara a llamar. Lo que se puede inferir es que Augusto, luego de reiteradas rencillas familiares, sólo o en compañía de algún amigo circunstancial, debió haber puesto rumbo al norte y recorrido alrededor de 400 Km, distancia que lo separaba de la región menos explorada, donde los grupos aborígenes se refugiaban para tratar de mantener vivas sus costumbres y su cultura.
No se conoce la razón para que Augusto eligiera como destino final un lugar tan ajeno a sus costumbres. ¿Por qué no una ciudad grande y próspera, como era entonces Rosario, o la misma Buenos Aires? Incluso de haber viajado a la estancia de su padrino, ¿por qué no se quedó allí rodeado de comodidades? Durante su infancia en Paraná, debe haber tenido noticias de los logros de la medicina indígena utilizando plantas y hierbas de la zona, en una época donde la ciencia oficial que se estudiaba en las universidades podía curar una cantidad muy limitada de enfermedades.
En el Gran Chaco, entre los miembros de la cultura toba, dice Orlando Sánchez , “la salud de la comunidad depende en gran parte de la asistencia de sus médicos naturales llamados Pio’oxonaq, cuya profesión viene de tiempo inmemorial (...) La mayoría de estos médicos naturales, además de ejercer la curación psicosomática, paralelamente utilizan las medicinas herborísticas, según la complejidad del caso; o de tipo natural con hierbas que tienen virtudes curativas...”. Por supuesto que estos conocimientos eran considerados secretos, y los Pio’oxonaq sólo los transmitían a personas que cumplieran con exigentes ritos de iniciación o que demostraran virtudes o capacidades especiales. Con esta información, Augusto debió apostar a lo que sería su gran objetivo: viajar hasta encontrar una comunidad aborigen, vivir como uno más entre ellos, ganarse su confianza y lograr que le enseñaran aquellos conocimientos esotéricos.
Pero ¿qué virtudes o capacidades especiales podía ofrecer para ser aceptado entre los elegidos de aquel pueblo? Más allá de su decisión y su fortaleza para llevar a buen fin cualquier tarea difícil, poco tenía para mostrar aquel “gringo” de corta edad, ignorante de la religión y del idioma del lugar, ni siquiera capacitado para sobrevivir en un medio tan ajeno al hogar que dejaba atrás.
¿Por qué fue aceptado de todas maneras? Lo que valoraron en él debió ser algo extraordinario, algún don que muy pocos poseían. Aquí es donde se hace necesario hablar sobre su clarividencia, una capacidad que aparece en forma excepcional entre los seres humanos, que es innata y que suele comenzar a manifestarse a partir de la pubertad. Un clarividente, o vidente, como se lo llama popularmente, es alguien que percibe más allá de los 5 sentidos clásicos, capaz de conocer aspectos del pasado, presente o futuro de una persona con sólo tenerla delante, tener presente algún objeto de su pertenencia o en algunos casos con sólo conocer su nombre y apellido. Augusto Frin tenía esa capacidad, por la que fue admirado siempre, y de la que más adelante se presentarán pruebas.
Esta clarividencia era considerada, igual que en la mayoría de los pueblos de todas las épocas, como un signo de superioridad. Volviendo al texto de Orlando Sánchez, podemos leer que “el saber de los médicos naturales no es adquirido intelectualmente, sino desarrollado instintivamente a partir de sus dotes (...) también entre ellos aparecen personas llamadas Oiquiaxai, con poderes excepcionales”, entendiendo por “poderes excepcionales” a la clarividencia. Más adelante se aclara que “el origen de este poder es un ser espiritual quien le ha de asistir durante el ejercicio de su profesión, al modo de un ‘espíritu compañero’, Nnatac, hasta su muerte. Este ser espiritual es el encargado de suministrar todas las informaciones relacionadas al origen y las causas de las enfermedades y el desajuste del comportamiento humano”. No hay duda que al menos entre los tobas, esa capacidad que mostraba Augusto debió ser carta de presentación suficiente para poder vivir en esa comunidad y gozar de la confianza de los elegidos.
Es interesante aclarar que la moderna parapsicología considera a la clarividencia como una capacidad, si bien difícil de hallar, natural en el hombre, igual que la inteligencia, la memoria o el talento artístico. Por lo tanto no sería necesario apelar a causas externas para su explicación, como sería la supuesta comunicación con espíritus aceptada en la cultura toba.
Con la información expuesta hasta ahora, es posible conjeturar de una manera razonable, aunque sujeta a la confirmación de futuras investigaciones, que Augusto, luego de la partida de su hogar, logró integrarse a una comunidad aborigen, donde pasó su juventud aprendiendo los secretos de la herboristería indígena y desarrollando su capacidad de clarividencia, orientada, sobre todo, al diagnóstico de enfermedades.
El siguiente dato corroborable lo ubica en la ciudad de Santa Fe, donde se casa con Segunda Galván, y en 1907 nace su primer hijo, Bernardo Sabá Frin, que es bautizado en la catedral de Santa Fe. Estos datos pudieron documentarse a partir de la aparición del acta de casamiento de Bernardo Sabá, en el libro de casamientos de la parroquia San Lorenzo Mártir, de la localidad de Navarro.
La llegada a esa ciudad estuvo precedida de ribetes quijotescos. Después de varios años de vivir en armonía dentro de la comunidad indígena, comenzó a producirse una rivalidad con el cacique principal. Las capacidades parapsicológicas de Augusto le habían permitido lograr una importante ascendencia sobre el grupo, y el liderazgo del cacique comenzaba a ponerse en duda. Cuando la disputa llegó a ser irreconciliable, su rival ideó una estrategia para matarlo. Aunque para suerte de Augusto, algunos amigos fieles descubrieron el plan y lo ayudaron a escapar. Casi sin dinero, con apenas un poco de ropa, algunos enseres juntados de apuro y un burro por único vehículo, pudo salvar su vida. Junto a Segunda, su compañera de los últimos tiempos, ya sobre la ruta de tierra, eligió poner rumbo hacia el sur.
La ciudad de Santa Fe contaba entonces con 25.000 habitantes. Allí decidió radicarse por un tiempo. No se sabe si en esos años, del otro lado del río, en la ciudad de Paraná, seguían viviendo sus padres y su hermana. Es posible que haya realizado alguna visita para saber de su suerte; pero la decisión de no radicarse allí seguramente tuvo que ver con aquellas viejas diferencias que lo habían obligado a partir 10 años antes, y que aún persistían.
Augusto trabajó como talabartero en Santa Fe, y a medida que se hacía conocido, se fue atreviendo como diagnosticador y yuyero. Solía contar que allí realizó el primer diagnóstico empleando su videncia, y la correspondiente prescripción de yerbas medicinales, de acuerdo a lo aprendido entre los indígenas. El nombre del paciente se perdió, pero se sabe que fue nada menos que el hijo del Jefe de Policía de la ciudad.

EL YUYERO DE DOMÍNICO
La estadía en Santa Fe iba a ser breve. “Con su rol de ciudad gubernamental y una población dedicada mayoritariamente a la actividad pública, le confería rasgos muy particulares. El escritor Enrique Banchs, que la visitara en 1910, dejo algunas apreciaciones críticas que reflejan cual era la mentalidad dominante: ‘...tiene este pueblo el ansia de la fortuna rápida, y como no existen industrias, ni artes en él, el ansia es mal sana. (...) Estamos a días del recambio de gobierno y la ciudad presenta un movimiento inusitado y una efervescencia general (...) Se trata de rendir la pleitesía de práctica y de asegurar el puesto’” . Este no parecía ser el lugar donde Augusto deseaba desarrollarse, ya que al poco tiempo viajaría más al sur, hasta Avellaneda, ciudad donde se aquerenciaría en forma definitiva. Su primer domicilio fue en la actual intersección de la avenida Mitre y la calle Washington, sobre la esquina NE; allí vivió en una casa de chapa y madera, ya completamente dedicado a brindar sus videncias en forma gratuita, y a preparar y comercializar sus fórmulas de yerbas medicinales.
Con respecto a la fecha de su llegada, si bien no se tiene información precisa, existen documentos que permiten al menos reducir bastante la incertidumbre. En los jardines de la que fuera su última vivienda, se encuentra una placa conmemorativa, en la que puede leerse: “Augusto S. Frin hace 50 años fundó en esta ciudad de Avellaneda la primera casa que en el país se dedicó a la industrialización de yerbas medicinales. Personal, amigos y colaboradores de Grandes Laboratorios y Herboristerías Frin celebra jubileo y bodas de oro. 10-3-1908 Avellaneda 10-3-1958”.
Estos datos permiten asegurar que su llegada no pudo ser posterior a marzo de 1908. Por otra parte, consultando la historia de la urbanización de Villa Domínico, se sabe que “entre 1907/8 la familia Domínico continuó con el fraccionamiento y venta de sus tierras, naciendo lo que se llamaría Villa Domínico Este y Villa Domínico Oeste, según su ubicación respecto del Camino Real” . Entendiendo que la esquina de Mitre y Washington pertenecía a Villa Domínico Este, Augusto no pudo habitar ese predio antes de 1907/8, ya que antes de esa fecha eran tierras pertenecientes a la estancia de Carlota Cristina Brodersen, viuda de Jorge Domínico desde 1882.
Entonces se puede afirmar que Augusto Frin llegó a Avellaneda en 1907, siendo uno de los primeros pobladores de Villa Domínico Este. En esos años, la localidad, que 3 años antes había dejado de llamarse Barracas al Sud, era cada día menos gaucha y más suburbio de Buenos Aires. El censo de 1908 indicaba que vivían en Avellaneda 87.181 habitantes, contra sólo 18.574 en 1895 . La radicación de grandes establecimientos industriales, como los frigoríficos, la Compañía General de Fósforos, que ocupaba a 5000 personas, o la fábrica de tejidos Campomar y Soulas, atraía a las corrientes inmigratorias que iban ocupando los nuevos loteos para conformar barrios mayoritariamente obreros, donde lo único abundante era la oferta de trabajo. Escaseaba el agua corriente, la iluminación, los servicios de bomberos y de salud, que los primeros fomentistas trataban de paliar organizándose comunitariamente.
Los testimonios sobre la actividad de Augusto en aquellos años son escasos, y llegaron hasta el presente a través del relato oral trasmitido de padres a hijos. Se lo recuerda recorriendo las zonas baldías en las inmediaciones de las vías del recientemente inaugurado tranvía a Quilmes , buscando plantas de difícil identificación e imprescindibles para el éxito de sus fórmulas, ya que no abundaban los mayoristas a quien comprárselas; también vendiéndolas en un pequeño puesto cercano al actual parque Los Derechos del Trabajador, donde se ubicaba el casco de la estancia de la familia Domínico.
Es interesante resaltar la cita que hace Raúl Fernández en su libro: “Doña Carlota, en su quinta habilita lo que podríamos llamar hoy una ‘sala de primeros auxilios’ que atendía gratuitamente a los pobladores aplicando sus conocimientos de enfermería, entregando los medicamentos que ella misma preparaba, con productos naturales como yuyos, hierbas y miel” . Carlota Domínico falleció el 18 de abril de 1919. Sería de gran interés poder averiguar la relación entre estos 2 pioneros, teniendo en cuenta su condición de vecinos y las importantes actividades que tenían en común.
Un aspecto fuertemente enraizado entre la gente de Villa Domínico, es la influencia ejercida sobre Augusto por la mujer que convivió con él aquellos primeros años. Se repite como cosa comprobada, aunque resulte imposible de verificar, que durante su adolescencia habría conocido a “la india”, “la tucumana” o “la provinciana”, según qué versión se escuche; y que ella lo habría iniciado en los secretos de la herboristería indígena. Además, ella habría sido también vidente, y al morir, a poco de llegar con él a Avellaneda, le habría cedido sus poderes. Así, el nombre de La Provinciana que llevaban las yerbas sería un homenaje a aquella mujer. Esta leyenda, como toda buena leyenda, mezcla elementos ciertos con otros decididamente incomprobables, y es un buen ejemplo de cómo el pensamiento mágico influye muchas veces sobre la memoria colectiva de una comunidad.
Los rastros de la mujer que vivió con él en los primeros años en Villa Domínico se perdieron. Lo cierto es que rápidamente el nombre de Augusto comenzó a trascender los límites del barrio, ya que sus videncias asombraban por la precisión y la profundidad, a diferencia de tantos embaucadores cuya fama era efímera porque estaba basaba en engaños. Cada vez más gente quería conocer a “el hombre”, como lo llamaban muchos; o simplemente al “yuyero de Domínico”. Comenzó a circular la frase popular, utilizada para casos sin remedio, que decía: “Ni Frin con sus yuyos puede salvarte”, como indicativo de su prestigio; lo mismo que el bautismo de la parada del tranvía, en Mitre 4400, como “parada Frin”, donde diariamente bajaban cientos de personas.
Su método era simple y efectivo. El que lo visitaba debía darle el nombre y apellido de la persona por la que se consultaba. Inmediatamente Augusto hacía un pequeño silencio, entornaba los ojos y giraba levemente su cabeza hacia uno y otro lado, como para dar tiempo a que la videncia se llevara a cabo. Después de unos segundos, su voz seca y terminante comunicaba al visitante el diagnóstico; y recomendaba, según el caso, la ingestión de algún té de yerbas que él vendía o la consulta a un médico.
A medida que fue conocido en lugares más alejados, inauguró un sistema de consulta postal, por el cual debía enviarse en un sobre el nombre y apellido de la persona enferma y un billete de 2 pesos, llamados “moneda nacional”. Al poco tiempo, el remitente recibía a vuelta de correo una pequeña caja con el diagnóstico requerido, los yuyos correspondientes y las recomendaciones necesarias.
Esta modalidad de consulta a distancia, que era tan efectiva como la visita personal del enfermo, da una idea de la extraordinaria capacidad parapsicológica de Augusto, ya que por correspondencia era imposible inferir un diagnóstico basándose en el aspecto del paciente, o en cualquier otro detalle observado, como suelen hacer los que se atribuyen poderes inexistentes.

LA PALABRA DE UN CIENTÍFICO
En el año 1921, un científico argentino, el ingeniero José Salvador Fernández, tuvo noticias de Augusto y le pareció que las consultas postales eran ideales para realizar un experimento que confirmara o desechara definitivamente las afirmaciones de tantos enfermos, tal vez confundidos por su falta de preparación. Fernández estaba dedicado de lleno a su cátedra de Física en los colegios secundarios y a redactar textos de Física que todavía hoy se utilizan , permaneciendo escéptico a toda manifestación ajena a la ciencia ortodoxa. Así lo expresaba en su libro, donde se describe la experiencia realizada: “En aquella época, nuestro personal enfoque de la Realidad estaba orientado firmemente dentro del riguroso positivismo materialista y mecanicista de la ciencia clásica del siglo XIX” . Sin embargo, la noticia de la existencia de un yuyero y vidente en Villa Domínico sacudió la firmeza de sus convicciones. Debido a la relevancia del autor, y por ser el único testimonio escrito sobre la actividad de Augusto, se transcribe a continuación íntegramente lo relatado en su libro:
“Actuando como técnico de una empresa importadora de novedosos aparatos eléctricos, el gerente-propietario de la misma, señor J. J. B., al regresar de un viaje a Córdoba, trajo la noticia de que un ‘yuyero’ de Villa Domínico era famoso por allá, por sus éxitos curativos. Bastaba con enviarle $ 2 m/n por correo, con el nombre y dirección del enfermo, para recibir paquetes con las hierbas curativas, a vuelta de correo.
“Y, ante nuestra sonrisa burlona, agregó que la familia de un estanciero amigo suyo, de Tucumán, recibió de vuelta los $ 2 m/n remitidos, con indicación de que el enfermo no tenía cura; cosa que se verificó al poco tiempo, ante el fallecimiento del mismo.
“En vista de esos hechos, resolvimos hacer un ensayo simultáneo, enviando cartas con nuestros nombres y el de un amigo presente (escribano E. M.). Al día siguiente, llegaron dos paquetes para cada uno, con indicaciones de los males a curar. Todos estuvieron, en principio, acertados.
“Nuestros paquetes incluían un yuyo para corregir la marcha intestinal y otro para curar la tos. El primero correspondía a un malestar que nos preocupaba, derivado de irregularidad en horas y lugares de comidas, que pudo haberse averiguado. Pero el otro, también acertado, correspondía a la tos que, como consecuencia de un enfriamiento en la noche al regresar a nuestro domicilio en Bánfield, nos afectó luego del envío de la carta aludida.
“Todo esto nos dejó confusos a los tres experimentadores, pero suponiendo que el ‘yuyero’ tuviese un especial servicio de información, resolvimos hacer una experiencia que nos pareció crucial: pedimos remedios para una hermana del señor J. J. B. que residía en Italia. Y al otro día llegaron los paquetes, con sorprendente acierto sobre los males que padecía esa señora.
“Estos psico-diagnósticos exactos, sin limitaciones de distancia nos impresionaron fuertemente.
“Nadie tomó los remedios remitidos, pero la experimentación hecha tuvo la virtud de despertar una sensación de temor ante poderes desconocidos, capaces de develar íntimos secretos y de enfrentar los clásicos métodos científicos con inverosímiles efectos exitosos, en los deslindes del curanderismo, que todos menospreciábamos.
“Nuestra reacción personal, luego de pasado el choque psíquico provocado por esa muestra de un aspecto de la Realidad completamente desconcertante, fue el reafirmarnos en el sendero científico y proponernos observar, en adelante, ese dominio incógnito, hasta lograr penetrarlo y explicarlo” .
Más adelante, Fernández debela el nombre del yuyero y termina de relatar la experiencia:
“Con Augusto Frin, el ‘yuyero’ de nuestra primer experiencia, tuvimos pruebas de sus aptitudes de clarividencia general y también de sus aptitudes parabiológicas, ya que con sus hierbas terminaron rebeldes ataques de hígado de nuestra esposa, que no se aliviaban con los tratamientos de los amigos médicos. Frin descubrió, por clarividencia, que el origen de la molestia hepática era una inflamación de ovario; y los ‘yuyos’ para eliminar ésta, terminaron con los ataques hepáticos, no repitiéndose hasta el presente (1963)” .
Analizando brevemente lo leído, se pueden extraer algunas consideraciones coincidentes con lo investigado hasta ahora:
1. Se confirma que Augusto sólo cobraba por la venta de los yuyos y no por las videncias, como lo demuestra el caso del estanciero.
2. Que hacia 1921 su fama tenía carácter al menos nacional, ya que el testigo tuvo noticias de Augusto en las provincias de Córdoba y Tucumán.
3. La realidad de su capacidad para diagnosticar a distancia, que no permite ser puesta en duda, ya que fue probada mediante un método inobjetable, que descarta cualquier posibilidad de acierto mediante fraude o azar.
4. La gran efectividad de las yerbas medicinales preparadas por Augusto, ya que se reconoce que curaron enfermedades que no podía aliviar la medicina convencional.

UN TANGO PARA DON AUGUSTO
Casi simultáneamente con el nacimiento de Augusto Frin, aparece en Buenos Aires una nueva música para bailar, el tango, en una ciudad que concentraba la mitad de la población total de la Argentina. Inicialmente, el tango fue interpretado por modestos grupos que se acompañaban con violín, guitarra y flauta, esta última reemplazada por el mítico bandoneón hacia el 1900.
Avellaneda, como suburbio de Buenos Aires, no fue ajena a este nuevo ritmo. Augusto, junto a otros pioneros, debe haber visitado alguno de los tantos recintos en que se bailaba el tango en su localidad, ya que “mientras un adolescente Gardel cantaba en la asociación Los Pampeanos los temas de Mi Moro o Un Pingo Pangaré con un Razzano ya famoso, otros cafés de tango, el bar Tropezón (avenida Mitre 1500) y el café de Ferro (avenida Mitre 1200) conocieron la iniciación del bandoneonista Carlos Marcucci, el pibe de Wilde, quien actuó allí en la década del 10, en un trío que también integraban Raimundo Orsi (el futbolista) y Riverol, después famoso guitarrista de Gardel” .
Después de la Primera Guerra Mundial nace el tango-canción, en el que las letras dejan de ser un simple pretexto para poder bailar la melodía. Surge la poesía del tango y sus grandes argumentos: el amor contrariado y la nostalgia por una ciudad que crece aceleradamente; pero también queda lugar para los tangos dedicados a personajes célebres o populares, como por ejemplo Leguizamo Solo, de Modesto Hugo Papavero, para al conocido jockey; o el tango Barceló, de Pablo Laise, en honor al caudillo conservador, utilizado en las campañas electorales a partir de la década del 30. Augusto Frin también tuvo su tango, titulado El Provinciano, firmado por Alfredo Bigeschi y Atilio Cuneo.
Poco se sabe de Atilio Cuneo , pero Alfredo Bigeschi, nacido en Italia el 12 de diciembre de 1908, llegó en 1920 a la Argentina, recalando en la Isla Maciel, junto a otros inmigrantes, aventureros, obreros portuarios y de la construcción. Al poco tiempo se instaló definitivamente en el barrio de la Boca. Comenzó escribiendo para comparsas carnavalescas de su barrio, y en 1924 escribió el Tango Argentino, que grabara Gardel ese mismo año. “Desde su primer título: Tenorios de mi barrio hasta el último Aquí parado en la esquina, sumó unos 260 títulos registrados y muchos desperdigados”, comenta José María Otero .
Seguramente uno de los tangos desperdigados es el dedicado a Augusto Frin, ya que si bien no figura como registrado en S.A.D.A.I.C., la partitura fue publicada por Ediciones Musicales José Schnaider, presumiblemente hacia 1924. Junto al título del tango puede leerse: “Dedicado afectuosamente al Dr. Augusto Frin”. La frase indica que los autores conocían personalmente a Augusto, y posiblemente el tango fuese una forma de retribuir algún diagnóstico oportuno o curación asombrosa mediante sus yerbas. El título de “doctor” que precede a su nombre debe entenderse como una forma exagerada de homenaje, el mismo que todavía hoy expresan los vecinos de Villa Domínico al referirse a Augusto, llamándolo alternativamente “señor” o “doctor”. El nombre del tango alude a la procedencia del homenajeado, aunque puede haber una intención indirecta de referirse a la marca comercial de las yerbas.
Este tango se hace eco del cariño y la admiración que la gente le profesaba, difundiendo y agrandando involuntariamente sus capacidades, y también en muchos casos elevándolo a la categoría de santo popular, que él con su discreción no promovía ni aceptaba. La melodía de El Provinciano se define como un tango-canción, y está compuesta para piano, violín y bandoneón; mientras que su letra, con rima simple y métrica libre, expresa sin apelar a refinados recursos literarios, lo siguiente:

EL PROVINCIANO
Vos sos un nuevo astro, sos el del siglo veinte
Vos sos el super hombre que todo lo podés
Sos una maravilla, un genio sorprendente
Y en tu cerebro vive en mágico poder

Con tu sabiduría a todos los curaste
Con esos infalibles remedios que juntás
Y sos tan admirado que se oye en cualquier parte
Tu nombre como un algo que es sobre natural

SEGUNDA PARTE
Te admiro, por eso te canto
Los versos que salen de mi alma
Te admiro, por eso te canto
Y en mi canción envío
A tu gloria una palma
Sos un hombre noble y humano
Amigo de todos los pobres
Sos un hombre noble y humano
Siempre tiesa tu mano
Al que la precisó

Si se entiende la labor del autor como un espejo en donde se ve reflejada la opinión y los sentimientos de mucha gente, este tango es un documento valioso que confirma lo ya demostrado por el ingeniero José Fernández, pero en este caso expresado a través de la música popular.
La primera estrofa está dedicada a su videncia, utilizando palabras que no dejan lugar a dudas: “astro”, “super hombre”, “maravilla”, “genio”. Estos adjetivos son el mejor indicador de la fama de la que gozaba Augusto. La segunda estrofa acentúa el carácter curativo de sus yerbas medicinales, afirmación que también corroborara el ingeniero Fernández en su experiencia.
En la segunda parte de El Provinciano se puede encontrar un elemento novedoso, que se refiere a la calidad moral de Augusto. El autor justifica su admiración también porque es “un hombre noble y humano / amigo de todos los pobres”, versos que debieron inspirarse no sólo en la gratuidad de sus consultas, sino en el interés demostrado por los dolores y preocupaciones de sus visitantes, y también por algún aporte de dinero circunstancial cuando el caso lo merecía.
Corría el año 1924. Augusto Frin tenía 40 años y había cumplido con casi todos sus sueños. Podía utilizar sus capacidades paranormales para el bien de sus congéneres y sus yerbas ocupaban el vacío que la farmacopea oficial no podía llenar. Era célebre y también había hecho fortuna, por lo pudo abandonar la casa de Mitre y Washington y construir el chalet ubicado en la calle Belgrano 4194. Y como seguían aumentando los ingresos, decidió invertir en propiedades y terrenos, llegando a ser el primer contribuyente de la Municipalidad de Avellaneda.
La única preocupación que empañaba su tarea era alguna denuncia por ejercicio ilegal de la medicina, que duraba hasta poder comprobar que sólo vendía las yerbas, y que al ser los diagnósticos gratuitos, no violaba ninguna ley. Este inconveniente fue desapareciendo a medida que las autoridades policiales y judiciales conocieron su método o necesitaron de sus servicios.
Su vida parecía perfecta, al menos si se la miraba desde cierta distancia, ya que en su intimidad no era feliz. Estaba solo desde el fallecimiento de su primera esposa, ya hacía más de 10 años. Las tareas en el nuevo chalet eran cada vez mayores: ordenar los turnos de quienes venían a consultarlo; organizar la mezcla, fraccionamiento y venta de las yerbas medicinales; responder las cartas con las consultas hechas a distancia; sin tener en cuenta los cuidados de su hijo, que entonces ya tenía 17 años.
Buscando colaboración, Augusto había contratado una secretaria, llamada Nélida Ginocchio, vecina de él. Bella, inteligente y ambiciosa, pronto aprendió a romper el cerco que la parquedad de él levantaba a su alrededor. Rápidamente simpatizaron, fueron amigos y compartieron momentos de alegría e intimidad. Augusto parecía haber encontrado el complemento ideal para su actividad.
Hasta que una mañana, aquella muchachita de 19 años, que podía ser su hija pero no lo era, llegó a la hora de costumbre al chalet, pero esa vez lo hizo con 2 valijas repletas. Golpeó la puerta de la oficina, y cuando Augusto le abrió, le dijo sin dudar: “Vengo a quedarme”. A lo que él contestó: “Bueno, quédese m’hijita”.

UN HOMBRE NOBLE Y HUMANO
La irrupción de Nélida aportaría a la vida de Augusto las condiciones para iniciar una nueva relación con la comunidad que lo rodeaba.
Augusto era un hombre con modales de campo. Servicial pero introvertido, de caminar por el barrio y responder gustoso y paciente a las preguntas de los vecinos sobre cuestiones de salud; pero era difícil verlo “conversando por conversar”, o “haciendo sociales”. Decía lo que tenía que decir y seguía, sin que nada ni nadie lograra arrancarlo de su mundo. Alto y fuerte, con traje y sombrero gris y una rastra con monedas alrededor de la cintura, irradiaba un halo de seguridad y respeto.
Nélida era lo opuesto a aquel hombre reservado y hermético. Ya desde su puesto de secretaria había entendido de otra manera el trabajo. Supo convertir una actividad unipersonal en una verdadera empresa. Y más tarde, siendo ya su esposa, optimizó el excedente de dinero que llegaba a sus manos. Se cuenta que hasta entonces, Augusto recaudaba las ganancias diarias dentro de una lata, manteniendo las costumbres simples de cualquier vendedor ambulante. Lo mismo sucedía a la hora de repartir; ante cualquier pedido de amigos o pacientes en problemas, sacaba dinero de su bolsillo y lo entregaba, sin medir demasiado las verdaderas motivaciones del suplicante. Ejercía esa especie de solidaridad cristiana y salvaje del hombre del interior, que da cuanto tiene al que lo necesita sin preguntar demasiado. En cambio Nélida, más relacionada con el barrio, lo llevó de la mano a los clubes y las sociedades de fomento, y desde allí comenzó a direccionar sus donaciones, con objetivos más colectivos. Conformaban una sociedad perfecta, de esas que nacen de la complementación de los opuestos. Él aportaba el carisma y una particular forma de sabiduría intuitiva; y ella la sensibilidad a través de la actividad social. Él era el misterio y la magia; ella la planificación.
Desde que llegó aquella mañana con sus valijas, no se separarían más. Sin embargo, Augusto fue un candidato difícil a la hora de formalizar la unión. Fue también en esto un adelantado a su tiempo, ya que tomó la decisión de casarse por civil recién en 1931, 6 años después de que naciera el único hijo que tendría la pareja, José Augusto, el 3 de marzo de 1925. El casamiento por el rito de la Iglesia Católica se realizó en 1934, en la estancia La Bonita, de 1000 hectáreas. que Augusto había adquirido en la localidad de Navarro. José llegó a ser un reconocido médico, clínico y cirujano. Se casó con Haydée Lidia Gandolfo, con quien tuvo 8 hijos y vivió con su nueva familia y sus padres en el predio de Belgrano 4194. Allí, en el jardín, aún se conserva en pie un grueso árbol, con una placa en la que puede leerse: “Cedro plantado por Nélida G. de Frin el día que nació su nieto primogénito Jorge Augusto Frin.”
José falleció en 1995. Por otra parte, Bernardo Sabá dejó la casa paterna al cumplir la mayoría de edad. Se casó en 1945 con Carmen González, y la ceremonia religiosa también se realizó en la estancia La Bonita de Navarro, siendo Nélida y Augusto los padrinos. La pareja vivió en el partido de Lanús, de donde era Carmen, y no tuvo descendientes.
Esta segunda etapa de la vida de Augusto, se desarrolló en una ciudad con un proceso de transformación voraz. De los 78.637 habitantes que había en 1927, se llegó a casi 400.000 en 1940 . “Un ligero análisis del lapso comprendido entre 1930 y 1944, nos permite observar el desarrollo de la industria y el comercio en ese tiempo. En 1931, el Padrón Municipal registró 6501 establecimientos (...) y en 1943, 9938 establecimientos. En 1940, la Municipalidad ordenó la realización de un censo de desocupados en el Partido. Éste, efectuado en el mes de Julio, dio un total de 1255 desocupados sobre algo más de 20.000 trabajadores” .
Avellaneda se fue convirtiendo en “la primera ciudad industrial del país”, presidida por un sistema político que alternaba el apoyo popular con escandalosos fraudes electorales, según fuera la necesidad del momento. El 4 de enero de 1907, casi simultáneamente con la llegada de Augusto, había asumido la intendencia Alberto Barceló, que sería el hombre fuerte e indiscutido hasta la revolución del 4 de junio de 1943.
Durante esos años, su ascendencia sobre la gente convirtió a Augusto en un referente, en un caudillo silencioso, actitud que no pasó desapercibida para la clase política, siendo tentado a ocupar diversos cargos públicos. Finalmente decidió volcarse hacia el partido Radical, que representaba, con Hipólito Yrigoyen como líder nacional, el progresismo y la transparencia, en oposición al conservadurismo de Barceló. Algún familiar recuerda afiches guardados de la campaña política en la que Augusto participó como candidato a concejal, aunque finalmente no fuera elegido. De todas maneras, Barceló lo conocía y respetaba, y más de una vez llegó hasta él para solucionar problemas de salud. “Si alguien lo molesta, usted dígale que es socio de Barceló”, le había dicho en una ocasión, como máxima demostración de su agradecimiento.
Más allá de esta aventura política, el matrimonio siguió cerca de las necesidades de la comunidad, realizando todo tipo de donaciones. Cuando el 22 de diciembre de 1987 José Frin inauguró la Ciudad de Compras de Villa Domínico, un proyecto que dirigió, en su discurso realizó una enumeración de los más destacados “logros de mis padres”, entre los que mencionó “la primera ambulancia a caballo de la zona y la primera ambulancia a motor, la primera iluminación a gas de carburo de la calle Belgrano, el primer pavimento del vecindario y la construcción de la primera sala de la Cruz Roja” . Querer completar esa lista puede ser una tarea imposible, aunque se puede mencionar la donación de un coche bomba a los Bomberos Voluntarios de Villa Domínico, o el sostenimiento económico del Hogar Escuela que funcionó, en los años 50, en la avenida Mitre 4661, donde durante más de 10 años proveyeron de desayuno, almuerzo y cena a 40 niños y ancianos carenciados.
Otra de las actividades destacadas de Augusto Frin fue su activa participación en la filial Villa Domínico de la Cruz Roja. Esta institución comenzó a realizar tareas de socorro en 2 episodios dolorosos y relevantes del país, como fueron la guerra contra el Paraguay, entre 1865 y 1870, y la epidemia de Fiebre Amarilla, en 1871, esta última que tantas víctimas causara también en la población de Avellaneda, debido a la contaminación del Riachuelo. La Cruz Roja Argentina fue fundada oficialmente el 10 de junio de 1880, por iniciativa de los médicos Guillermo Rawson y Torivio Ayerza.
La filial Villa Domínico se fundó el 10 de junio de 1924, con sede en la calle Adrogué (hoy Centenario Uruguayo) 727, formándose una brigada sanitaria que tenía por objeto prestar los primeros auxilios y colaborar en el traslado de enfermos hasta el hospital Fiorito. Seguramente el primer local donde funcionara, y la ambulancia utilizada para los traslados hayan sido las donaciones que José mencionó en su discurso.
En el diario La Ciudad del 11 de junio de 2004, con motivo de celebrarse el 80 aniversario de la fundación de la filial de Villa Domínico, se menciona que “la institución encontró en don Augusto Frin, presidente de 1936 a 1946, y de 1951 a 1953, un extraordinario benefactor”. La sola mención de los 12 años al frente de la Cruz Roja permite asegurar que su labor no fue meramente honorífica, sino que se comprometió en una tarea de largo plazo. Algunos viejos socios que transitan los pasillos de la nueva sede, en la calle Villegas 4947, recuerdan un ambicioso proyecto promovido por Augusto para la construcción de un gran hospital, que nunca pudo concretarse.
Parece existir una contradicción entre la labor de presidente de una institución de la medicina oficial, como era la Cruz Roja, con su tarea diaria de vidente y la prescripción de yerbas no reconocidas por la farmacopea legal. Sin embargo, para él, no había tal contradicción sino que pensaba que cada uno de estos recursos debían utilizarse según las necesidades de cada momento. Lo que sí se puede inferir es su permanente interés por mitigar el dolor y la enfermedad con todos los recursos que tuviera a mano.

LOS GRANDES LABORATORIOS FRIN
La construcción de un laboratorio de yerbas medicinales debió haber sido la idea que acompañó a Augusto mientras huía del Gran Chaco rumbo a Santa Fe. Ya quedó demostrado que la fecha oficial de fundación fue el 10 de marzo de 1908, según se lee en la placa conmemorativa antes mencionada.
El verdadero motor de lo que finalmente se llamó Grandes Laboratorios y Herboristerías Frin fue Nélida. Ella decidió legalizar una actividad informal para transformarla en Sociedad en Comandita por Acciones, lo mismo que mecanizar la mezcla y molienda de las yerbas, y automatizar su fraccionamiento. Con su impulso, las 34 fórmulas de La Provinciana se pudieron distribuir en las farmacias de todo el país, y fueron publicitadas en las principales radios y medios gráficos. Claro que nada hubiese sido posible si detrás del apellido Frin impreso en cada caja de 200 gramos, no hubiese viajado el prestigio del vidente que las prescribía.
La tarea de mezcla y molienda estaba estrictamente supervisada por Augusto, y se realizaba en los galpones ubicados detrás de su vivienda. Esta actividad era la única que lo distraía por mucho tiempo de sus videncias; debía controlar personalmente las proporciones utilizadas y realizar periódicos viajes al interior y a países vecinos para encargar los componentes y garantizar su calidad.
El fraccionamiento y venta de las yerbas, lo mismo que algunos productos de tocador, también fabricados a partir de plantas y productos naturales, era supervisado por Nélida en el local de la calle El Salvador y Mitre, esquina NO. Sobre esa ochava podía verse un gran cartel con la leyenda Laboratorios Frin y el logo que acompañaba cada caja: una mujer con rasgos norteños subida a un burrito. Es imposible no asociar esa imagen, elegida por Augusto, con una escena similar ocurrida en su juventud, mientras huía del cacique que quería matarlo. En aquel viaje urgente, Segunda, su mujer, iba también subida a un burro mientras cruzaban la provincia de Santa Fe.
En los últimos años el laboratorio se había mudado a Mitre 4199, para poder cumplir con las nuevas normas de higiene y seguridad vigentes, en un terreno de los Frin que comunicaba con la vivienda particular por los fondos. En su mejor momento, la empresa llegó a contratar a 70 personas, algunos de ellos parientes y amigos. Sus empleados recuerdan que los salarios eran de los mejores que se pagaban, y el ambiente laboral era de gran camaradería.
Tal vez el momento más difícil se vivió poco después de la caída del gobierno democrático, a partir de setiembre de 1955. Los nuevos funcionarios de la triunfante Revolución Libertadora decidieron clausurar el laboratorio y detener a Augusto en la cárcel de Villa Devoto; simultáneamente, Nélida era internada por un infarto al corazón.
No está claro el origen de ambos acontecimientos, pero es muy posible que el terremoto político posterior al golpe militar haya alentado a sectores que no simpatizaban con los Frin a generar una ofensiva sobre ellos. Debió influir en esas decisiones el manifiesto apoyo de Nélida al gobierno peronista recién caído, materializado inclusive con la donación de un local para el funcionamiento de una Unidad Básica en la calle El Salvador, a pocos pasos de la avenida Mitre. Lo cierto es que coincidieron nuevas denuncias por ejercicio ilegal de la medicina con inspecciones inusitadamente rigurosas. Finalmente, Augusto quedó en libertad luego de 2 semanas, pero el laboratorio tardó más de 2 años en poder reabrir, tiempo durante el cual se mantuvieron los salarios de todo el personal y su relación de dependencia.
Con la muerte de Augusto, las yerbas medicinales perdieron su principal difusor, y las ventas comenzaron a mermar. El golpe de gracia llegó en 1974, cuando el gobierno de Isabel Perón decretó el congelamiento de todos los productos farmacéuticos, entre los que estaban incluidos los productos de La Provinciana. Muchos de sus componentes eran importados y debían comprarse a precio dólar, que seguía aumentando implacablemente. De esa manera, cuanto más se vendía, más dinero se perdía. La única solución para seguir funcionando era disminuir la calidad de los componentes, como hacían otros establecimientos; pero la familia prefirió cerrar definitivamente las puertas. Se avecinaban tiempos duros para el país.
Es oportuno destacar el carácter adelantado que tuvo Augusto al comenzar a preparar sus primeras fórmulas; tanto que recién después de 1946, durante la gestión del doctor Ramón Carrillo en el Ministerio de Salud Pública de la Nación, se comenzó a reglamentar la actividad. De hecho el mismo Carrillo le entregó a Augusto el diploma y carnet como “primer fitotécnico de la Argentina”, ¡cuando ya llevaba 40 años comercializando sus yerbas! Este reconocimiento es de gran importancia, ya que es opinión generalizada entre los sanitaristas, que Carrillo fue el mejor ministro de salud que tuvo el país.
Quedará para futuros trabajos poder profundizar hasta dónde Carrillo se involucró con las capacidades paranormales de Augusto. El ministro debió ser su amigo, o al menos en algún momento se debió sentir en deuda con Augusto. Prueba de esto es el aljibe, hoy perdido, que podía admirarse en los jardines del chalet de la calle Belgrano, regalo de él.
Puede resultar interesante divulgar un aspecto de la gestión de Ramón Carrillo poco conocida, relacionado con la parapsicología, en aquellos años también conocida como metapsíquica o investigación psíquica. En viajes que realizara por Europa para completar su especialización en neurocirugía, tuvo oportunidad de conocer a grandes sabios, como Eugene Osty o el premio Nobel Charles Richet , que ocupaban buena parte de sus esfuerzos en experimentar con personas dotadas de capacidades parapsicológicas especiales, capaces de producir fenómenos controlados. Una vez asumido como ministro, volcó esa experiencia en la creación, en 1948, del Instituto de Psicología Aplicada, a través de la Resolución Ministerial N° 6180. Dentro del Instituto funcionaba un Gabinete de Parapsicología; allí, bajo la jefatura del psiquiatra cordobés Orlando Canavesio , se realizaban experiencias para evaluar a sujetos con capacidades similares a las de Augusto. Lamentablemente los archivos del Gabinete no fueron conservados, pero no sería descabellado pensar que Ramón Carrillo haya podido convencer a Augusto de participar en alguna de esas experiencias, teniendo en cuenta el carácter reservado y serio de la propuesta.
Por último, es interesante comentar un archivo de menor valor, indicador no ya de la efectividad sino de la inserción de los productos comercializados por los Frin en la vida cotidiana de los argentinos, documentado a través del humor gráfico.
Una de las fórmulas de yerbas medicinales más conocida era la llamada Afro–Frin, indicada para la disfunción sexual masculina. Por supuesto que el nombre se lo asociaba con todo tipo de chistes, como ocurre actualmente con el Sildenafil, más conocido con el nombre comercial de Viagra. La masividad de los productos se puede comprobar al leer algunos trabajos del humorista Landrú. Por ejemplo, en 1973, en el diario Clarín, con el título de Remedios Vigorizantes que toma Perón para mantenerse juvenil, eufórico y optimista, entre otros productos del momento, se menciona al Afro–Frin. Y 20 años después de cerrado el laboratorio, en su sección Landrú a la Pimienta también del diario Clarín del jueves 7 de julio de 1994, en su columna Las Creencias de los Argentinos, puede leerse: “La muña–muña es una hierba de Jujuy que, bebida como infusión tiene propiedades afrodisíacas (...) La muña–muña antes la vendía el laboratorio FRIN, pero a la hierba le agregaban cola de quirquincho, peperina y menta para quitarle el saber amargo”.

LA CASA DE FRIN
Cada historia tiene su geografía, su lugar donde transcurrir. La actividad de Augusto está fuertemente ligada al barrio de Villa Domínico, donde vivió más de 60 años. Pero la dirección exacta hacia donde se apunta cuando se pregunta por el viejo yuyero, es la avenida Belgrano 4194. El caminante desprevenido puede pensar en un error al ver allí una construcción moderna, de formas rectas y mucho cemento armado a la vista, plantada en un terreno de 22 metros de frente por 106 metros de fondo. La única referencia que hace detener el paso es la leyenda que se lee en el cartel ubicado detrás de las rejas: Don Augusto. Residencia para Mayores. Es que en ese predio, donde actualmente funciona un centro geriátrico, vivió y murió Augusto Frin; allí estuvo ubicada la casa más linda del barrio durante muchos años, que todos llamaban simplemente “la casa de Frin”:

Casa de Frin
Chalet con gato en los techos
rodeado de gran jardín,
veletas de cuatro rumbos,
tiene la casa de Frin.

En las noches de verano
perfumadas de jazmín,
fuente, farol y una estatua,
tiene la casa de Frin.

Dos portones barrotados,
cerco de color carmín,
entradas a los costados,
tiene la casa de Frin.

El hall estufa de mármol,
un escudo, un clarín,
pisos de roble que brillan,
tiene la casa de Frin.

Todo hecho con buen gusto
da sensación de fortín,
cortinados verde claro
tiene la casa de Frin.
Un ventanal que da al frente
levantado a balancín,
con cristales biselados,
tiene la casa de Frin.

Cuando niño te veía
como sueño de arlequín.
Castillo de cuento de hadas,
eras la casa de Frin.

Y así, con esa ilusión
como de un libro de cuentos,
pasé muy lindos momentos,
junto a la casa de Frin.

Pero llegó la piqueta
que a todo le pone fin,
y una lágrima inquieta,
mojó la casa de Frin.

Fue tal vez la despedida
de algo que de niño vi,
de grande fue mi homenaje
para la casa de Frin

Natalio Farao, el autor de esta poesía, vivió durante su niñez en la avenida Belgrano 4040. Fue un poeta enamorado de su barrio, atravesado por el recuerdo de un paisaje que el progreso modificaba insensiblemente. Le cantó al primer cine, a la vieja iglesia, a su escuela, y también a la casa de Frin. Natalio conoció a Augusto, y consideró su vivienda digna de ser reflejada en una poesía. En ella describe cada rincón minuciosamente, convirtiéndose en un aliado inesperado del historiador.
“Castillo de cuento de hadas / eras la casa de Frin”. La vida de Augusto fue como un cuento de hadas, que transcurrió en aquel “castillo”. Unos años antes de su unión con Nélida, hacia 1918, en apenas 10 años de actividad, Augusto ya estaba en condiciones de mudarse. Desde la humilde casa de Washington y Mitre hubo una breve estadía en la esquina de Barceló y Belgrano, y luego la mudanza definitiva a El Chiche, nombre que le había dado a la construcción. El chalet se destacaba por la teja francesa y los techos a varias aguas; y adentro (“estufa de mármol / un escudo, un clarín / pisos de roble que brillan”) todo el confort y el lujo del momento. Esta vivienda fue el indicador no sólo de su éxito económico, sino también del crecimiento de su fama y de la instalación definitiva de la leyenda.
Detrás de la casa había un amplio espacio verde, con pileta de natación y una glorieta tapizada de glicinas, debajo de la que Nélida gustaba tomar mate por las mañanas. Desde las ventanas que daban a Belgrano, podía verse la verja artística y el jardín, con “fuente, farol y estatua”, como recuerda Farao. Lo que no menciona el poeta es un detalle secundario, guardado por algún vecino memorioso, que si bien no conduce a confidencias asombrosas, agrega algo de color y permite conocer el humor pícaro de Augusto.
En el jardín, cerca de la verja, de modo de ser fácilmente observados desde la vereda, podían verse algunos enanitos de cemento pintado, muy de moda en ese momento. El inocente detalle escondía en realidad una broma por elevación, silenciosa y punzante. Pegado a la casa de Frin, había una zapatería atendida por el dueño, a quien la gente conocía como “el chivo”, por su larga barba blanca, a pesar de la incomodidad que este apodo le causaba a su dueño. Augusto y “el chivo” tuvieron una disputa por motivos que ya nadie recuerda. Y como parte de aquella batalla incruenta, Augusto rápidamente incorporó los mencionados enanitos en su jardín, cuyas largas barbas blancas aludían al ofendido vecino, causándole mayor disgusto.
Finalmente, en el fondo, a todo lo ancho del terreno, con asador y estaño incluido, se levantaba un quincho que Augusto había bautizado El Relincho. Ése era el lugar de encuentro de múltiples figuras, que llegaban atraídas por el magnetismo de los dueños. La fórmula era siempre la misma y exitosa. Augusto los atraía con sus videncias y sus yerbas. La enfermedad, ya se sabe, nunca respetó a pobres ni a ricos, y todos debían recurrir a don Augusto, hasta los más encumbrados. Pero una vez allí Nélida los retenía con su don de gente, sus propuestas de acción social y sus fiestas. La casa de Frin se fue convirtiendo en un lugar obligado de ricos y famosos. Por allí pasaron presidentes (Juan Domingo Perón, Arturo Frondizi), destacados políticos (Crisólogo Larralde, Aldo Ferrer, Ricardo Balbín) y artistas (Benito Quinquela Martín, Hamlet Lima Quintana); también obispos como monseñor de Andrea, deportistas como Juan Manuel Fangio, o destacados médicos, como el doctor Atilio Lavarello o el doctor Carlos Casazza. Nélida era la anfitriona de los grandes asados, a los que no siempre concurría Augusto.
La anteúltima estrofa de la poesía de Farao responsabiliza a la piqueta, “que a todo pone fin”, de la destrucción de la casa, pero es necesario hurgar en los motivos que la pusieron en movimiento. Hacia 1956, la casa amplia y cómoda de otros tiempos comenzó a quedar chica. Los sucesivos nietos que iban llegando eran la alegría de los Frin, pero ya no había lugar para las 2 familias. Así se decidió realizar modificaciones en el chalet para ampliarlo, aunque sin que perdiera sus características de estilo.
Así las cosas, estando Augusto pasando una temporada de descanso en Navarro, su esposa recibió una propuesta para construir un nuevo chalet, para lo cual había que tirar abajo el actual. Nélida no dudó, y cuando Augusto volvió encontró la vivienda totalmente demolida y en marcha la nueva construcción. Pero el destino quiso que a los pocos días fuera cerrado el laboratorio, y aquel proyecto quedara suspendido para siempre. Nélida no vería la nueva vivienda, ya que moriría el 7 de noviembre de 1961.
La historia posterior es más conocida, y llega hasta el presente. En 1967 se inauguró la actual casa, construida por José, donde vivió Augusto sus últimos años, con su hijo, su nuera y sus nietos. La nueva construcción ocupa el lugar del viejo chalet, permaneciendo intacta la pileta de natación y la glorieta, que hoy lleva el nombre de El callejón de Don Augusto.
Y el antiguo quincho, testigo de grandes encuentros, languidece guardando los pocos recuerdos materiales que se conservan de Augusto: cuadros, pergaminos de agradecimiento, algunas fotografías, y sobre el inalterable estaño, resiste al tiempo una décima que leían los visitantes al ingresar, y que tal vez sea una síntesis didáctica de esa solidaridad que su dueño siempre practicó:

No soy pura tradición
por brindar comodidades
pero los gauchos modales
los llevo en el corazón.
Siempre ofrezco mi fogón
generoso y sin medida
cuando se hace una comida
en este rancho El Relincho
sepan que de orgullo me hincho
al darles la bienvenida.

LOS ÚLTIMOS AÑOS
Cuando murió Nélida, faltaban pocos días para que Augusto cumpliera 77 años. Los análisis médicos que periódicamente le hacía su hijo indicaban que era un hombre sano y fuerte. Su nieto Jorge recuerda alguna carrera corta que casi pierde con su abuelo, cuando ya tenía 75 años, y atribuye aquella vitalidad a la práctica de las siestas y al churrasquito con que siempre cortaba las mañanas.
Pero a partir de la muerte de su compañera, su ánimo ya no fue el mismo. Se agregaban las persecuciones sufridas desde 1955, los amigos que ya no aparecían, y la construcción de la nueva casa que se demoraba. Se lo solía ver atendiendo debajo de la glorieta que había quedado en pie, o en el fondo, cerca del quincho, al aire libre. Aunque cada vez eran menos los días que decidía recibir a los enfermos, que aumentaban por lo tanto en número, apelando muchas veces a recursos insólitos para poder llegar hasta él. También solía atender en “la leonera”, una vivienda de chapa y madera que estaba pegada a su casa, hacia la calle América del Norte (hoy Alberto Barceló), que muchos años antes había comprado en un remate público, y que había convertido en su refugio más privado.
Augusto ya sentía que era tiempo de descansar. Después de más de 60 años de trabajo, había entregado la administración del laboratorio y de todos sus bienes a su hijo José. El último golpe se lo dio aquel bulto que le apareció en uno de sus pechos en 1957. José lo analizó y descubrió que se trataba de un cáncer. Augusto aceptó el tratamiento, que involucraba una operación y la aplicación de rayos con bomba de cobalto, que recibía 3 veces por semana en el sanatorio Anchorena de la Capital. Después de un aparente retroceso, a los pocos años la enfermedad reapareció con más agresividad, hasta que finalmente, aquel que a tantos había curado, cayó vencido, y falleció el 20 de abril de 1971.
Dos días después, el diario La Ciudad de Avellaneda publicaba en su sección Mundo Social: “Han sido sepultados ayer en el cementerio de nuestra ciudad los restos de Don Augusto Simón Frin, antiguo vecino de Villa Domínico, fundador de Laboratorios y Herboristerías Frin S. C. A., que decretó honores correspondientes. Previamente se ofició una misa de cuerpo presente en la Iglesia de N. S. de Loreto, asistiendo a las honras póstumas numerosas personas en testimonio del intenso duelo y repercusión causado por el ingrato acontecimiento”.
Cuentan algunos que lo conocieron, que en aquellos últimos años trabajaba buscando una fórmula de yerbas que pudiera curar el cáncer. Otros aseguran que mucho antes, cuando nada amenazaba su salud, había dicho en rueda de amigos: “Yo voy a vivir hasta los 86 y nada más, porque va a haber muchas muertes y van a ocurrir cosas horribles que no quiero ver”.
En el comienzo de la década del 70, con el énfasis de la muerte que a todo le da un barniz heroico, mezclando realidad y fantasía, siguió agigantándose el mito de Augusto Frin. Pronto llegaría la peor de las dictaduras que conoció la Argentina, trayendo la destrucción del aparato productivo y la muerte y desaparición de miles de personas. Un nuevo país estaba naciendo. Cosas horribles estaban por ocurrir.

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